REFLEXIONES

Hace unos años hice un viaje maravilloso al caribe con algunas de mis mejores amigas, y entre las mil y una anécdotas, recuerdo muchas veces una en particular.

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Tras coger una lancha motora enclenque que nos llevaba a una playa, cargadas con todas nuestras mochilas, empezó una tormenta que nos puso muy muy nerviosas. Mirábamos a los conductores buscando sostener el susto, les preguntábamos si estaban seguros de que llegaríamos a salvo, y aunque nos decían que sí, su actitud hablaba por si sola: se movían agitadamente pidiéndose ayuda el uno al otro, gritaban “no veo nada!”… “¿Cómo hacemos?”

Yo no era capaz de encontrar el temple dentro de mi misma, necesitaba que viniera del exterior, así que miraba a mi amiga buscando consuelo; puede que fuera algo egoísta pero mi miedo se impuso al suyo, que por supuesto también estaba ahí, y los roles se asignaron automáticamente. Ella me cogió la mano, me contaba anécdotas para distraerme y me decía “claro que vamos a llegar bien, esta gente está muy acostumbrada a estas cosas”. Era lo que necesitaba escuchar para no colapsarme.

Al hablar de esto horas después y ya alegres en la playa, ella me decía “yo no tenía ni idea de si íbamos a llegar bien, no me transmitían ninguna confianza”; y yo le decía “en cierto modo ya lo sabía, me lo decías porque tenías que hacerlo, pero aun sabiendo que era un poco mentira, funcionaba”.

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Creo que situaciones de este tipo vienen a mostrar la importancia que cobran a veces el apoyo, el sostén y el escuchar la voz de otra, aunque sobren un poco los argumentos, para regular nuestras emociones.

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